Durante los años 93 y 94, estuve, aparte de iniciándome en el mundo del guión, muy centrado en la pintura con AERÓGRAFO, una técnica que me fascinaba por su capacidad para crear imágenes realistas. Mi amigo Simón y yo quedábamos los sábados y, en media jornada mañanera, decidíamos tema, diseño y pintábamos un cuadro completo (sí, sí, también se puede pintar a medias). Era una práctica que se veía recompensada por la inmediatez del resultado. Aunque bien es cierto que cuanto más se trabajaba cada detalle y se le aumentaban las sesiones, mejor era el efecto y acabado.
Dado que los maniquíes eran uno de mis motivos recurrentes favoritos (además de fáciles de dibujar), hice varios cuadros (no los llamo ilustraciones porque intentaba casi siempre emular al óleo) con esos personajes diseminados casi siempre por ambientes urbanos. Y casi para cerrar este ciclo inacabable, maté al protagonista encerrándolo en un desván, donde sufrió durante meses de Carcoma Terminal. En un primer boceto que hice en solitario, formato 50x40 más o menos, añadí a un observador dentro del cuadro, quizá yo mismo, cualquiera:
Además de haber perdido ya una pierna, se veía una especie de charco, quizá se había meado de dolor, quizá eran los últimos brotes de resina que expulsaba su cuerpo. Lo cierto es que los maniquíes eran un Macguffin para pintar el lugar. Lo que realmente me interesaba era ese ambiente nocturno, el olor a humedad, la brisa... Intentaba pintar un recuerdo que tenía de otra vida, en el que, a través de
esa ventana, se atisbaban cúpulas bizantinas, un poco como las que mostraba el cartel de Una habitación con vistas.
A Simón le gustó mucho este cuadro, y nos decidimos a hacer una versión perfecta, definitiva, echándole todas las horas necesarias y pintado sobre una superficie profesional, fabricada con una lechada sobre una tabla firme (de 150x80), como trabajaban los frescos antaño, para aproximarnos aún más a un estilo pincel.
La iluminación pasó a día, para poder manchar de luz la pared y hacer más patentes los desconchones producidos por la barra de metal del muñeco, que lanzaba de un lado a otro durante la agonía. Y el observador se nos fue. Solo nuestro punto de vista, sin nadie que pudiera auxiliarle.
El resultado nos dejó tan cretinamente encantados que aquél fue nuestro último cuadro juntos, como si hubiéramos extraído el uno del otro todo lo que podíamos aprender. Sentimos un profundo secano (impuesto a veces por nuestras profesiones, que cada vez nos demandaban más), pero creo que, aparte de exhaustos, no creímos poder mejorarlo, así que era un buen punto y final. Desde entonces, yo habré pintado apenas diez cuadros más, todos óleos (esto está escrito antes de la Etapa III, regreso enfervorecido al óleo a partir del año 2013). Simón luego pintó algunas aerografías más. Quizá algún día, cuando nuestros niños sean mayores y estén bebiendo absenta, nos volvamos a reunir para inventar otro de estos pequeños mundos. En realidad, ahora me doy cuenta de que no importaba el resultado, sino el proceso. Es el viaje lo que cuenta, no la meta, como dicen los sabios. Camino y compañía.
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