De niño me dejó absorto la película
El nadador, protagonizada por Burt Lancaster. La idea era absurdamente genial: un hombre decide regresar a su casa cruzando parte del condado bañándose en las piscinas de sus amigos y vecinos. Progresivamente vamos descubriendo algo oscuro en el pasado de este hombre que se le va revelando a él mismo, hasta que a final acaba solo y desesperado en medio de un gélido invierno que le pilla golpeando la puerta de su hogar abandonado.
Tiempo después descubrí que se basaba en un relato igual de magnífico de John Cheever, cronista de las clases acomodadas, el Chejov de los barrios residenciales, le tildaban. Un cuento imprescindible.
Pues basándome en este relato, y llamando provisionalmente al cuadro
La puerta de atrás del nadador, imaginaba que quizá si el protagonista hubiera ido al jardín trasero y se hubiera asomado a la cocina, habría visto la caja que quedaba, y pudiera ser que el día volviera a ser reluciente. Una especie de reencuentro con su familia en un cielo límbico.
Por supuesto, la base de la pintura fue un cuadro de Hopper, cuya máxima de: "solo he pretendido pintar la luz del sol en una pared", se hacía patente como nunca. El "menos es más" llegaba aquí al límite.
Mi cuadro es del prolífico año 93, y quedó tal cual lo veis arriba durante más de veinte años, hasta que al volver al territorio del óleo, en 2013, decidí arreglar de una vez el bosque que asomaba por la puerta y que siempre me molestó por falta de credibilidad en troncos, hojas y demás. Tampoco la luz del día me convencía. Así que traté de inventarle otro fondo. Y quizá, siendo honesto con su origen, la casa del protagonista de
El nadador, decidí imaginar la cancha de tenis primero y luego, la piscina que debería asomar. De forma que intenté el escenario piscina, que de alguna forma, además, lo debería emparentar más con el agua que mostraba Hopper casi de forma surrealista a través de la puerta. Y quedó así:
Invertí toda una sesión de cuatro horas en pintar, limpiar, retocar, deshacer, rehacer y no parar con esta simple piscina. El caso es que el otoño que afectaba al exterior nunca me resultaba creíble. Además por debajo se mantenía la textura que no pude limar de la versión anterior, lo que lo hacía más inverosímil.
Pocas semanas después, y ya desde casa, decidí una nueva intentona y lanzarme al surrealismo que Hopper asumió. Esta vez se verían edificios de la ciudad, sin más sentido para esa puerta que como extraño "suicidadero" en vez de salida a un pasillo o a la calle.
Por ahora el cuadro está así, pero no porque me convenza sino porque soy incapaz de insistir más en él. Aunque casi seguro que volverá a ser un bosque en breve, espero que decente esta vez. Quizá sea de noche y parezca una jugada a Magritte. No lo sé. El tiempo lo dirá, aunque me temo que este cuadro va a ser una de esas piezas vivas que no dejará de cambiar con el tiempo. Un cuadro que parece más una película cuyo decorado cambia por capricho de un enloquecido director que no sabe lo que quiere.
Es gracioso, casi nunca retoco cuadros más allá de una sesión. Este, veinte años después ha comenzado una carrera de variaciones sobre su cutre tabla de contrachapado, fondo de algún viejo armario de mi padre. Mundo extraño. Y lógico en este caso: exactamente la suma de Hopper y Cheever. Y mi quince por ciento de desvarío e inconformismo.
Os mantendré informados de lo siguiente que asome por la puerta.